Juz. Nac. Civ. Nº 92, 30/12/20, P. K. C., J. M. s. información sumaria
Personas físicas. Menor nacido en Chile. Posterior radicación en
Argentina. Inscripción de la partida de nacimiento. Pretensión de cambio de apellido.
Previa inscripción en el registro original. Ley 26.413: 75, 78.
Inconstitucionalidad. Acceso a la justicia. Derechos humanos. Control de
convencionalidad. Elevado costo y duración de los procesos internacionales.
Publicado por Julio Córdoba en DIPr Argentina el 05/08/21 y comentado
por M. A. Giraud Billoud en RDFyP junio 2021, 148.
1º instancia.- Buenos Aires, 30 de diciembre de 2020.-
I.- A fs. 2/9 se presentan el Sr. S. P. K. y la Sra. F. M. C. N. en
representación de su hijo menor de edad, J. M. P. K. C., solicitando se
disponga la modificación del apellido del adolescente, en el sentido de
suprimir el segundo y tercer apellido, conservando sólo el primero, P. En el otrosí
digo, el propio joven ratifica esta presentación.
Tanto el Registro del Estado Civil y Capacidad de las Personas a fs. 15, como el Ministerio Público Fiscal a fs. 20/21, se oponen a lo solicitado, subrayando que la rectificación de la partida debe efectuarse en el asiento original y ello es de competencia, en el caso de partidas extranjeras, del juez del lugar correspondiente al Registro que la otorgó.
Advierte la Fiscal que en caso de acceder a lo solicitado, quedaría
registrado en nuestro país un documento que diferiría de su matriz original, y
que aun cuando el art. 71 del DL 8204/63 establece la posibilidad de modificar
instrumentos inscriptos, quedaría incumplida la norma por la imposibilidad de
comunicación que el decreto ley establece, por no ser de aplicación al ámbito
internacional.
Al respecto, los peticionantes alegan que la modificación de la partida
en Chile dificultaría el cambio del apellido que se solicita por cuanto los
trámites en extraña jurisdicción generan muy altos costos, a lo que se suman
las limitaciones propias de la pandemia (ver fs. 18).
A fs. 27 se celebró una entrevista con J. M. en la que el adolescente
expresó con claridad su deseo de que se modifique su apellido a “P.”, al igual
que sus hermanos, en tanto así se siente identificado y es conocido en todas
sus relaciones sociales y en el colegio.
El Sr. Defensor de Menores e Incapaces se expide en forma favorable a la
petición a fs. 29.
II.- Como primera cuestión, debo advertir que el decreto-ley 8204/63 al
que hace referencia la Sra. Fiscal en su dictamen ha sido derogado por la ley
26.413 de “Registro de Estado Civil y Capacidad de las Personas” (art. 95).
Sin perjuicio de ello, en similar sentido que su antecesora, la citada
ley dispone en el art. 75 que “Las inscripciones asentadas en los libros de
extraña jurisdicción, no podrán ser modificadas sin que previamente lo sean en
su jurisdicción de origen”. Asimismo, el art. 78 prevé que “Todas las
resoluciones judiciales que den origen, alteren o modifiquen el estado civil o
la capacidad de las personas, deberán ser remitidas al Registro de origen de la
inscripción para su registro. En todos los casos, los jueces, antes de dictar
sentencia, deberán correr vista a la dirección general que corresponda. Los
registros civiles no tomarán razón de las resoluciones judiciales que sólo
declaren identidad de persona sin pronunciarse sobre el verdadero nombre y/o
apellido de la misma”.
La petición de autos exige examinar la razonabilidad de la aplicación de
la normativa vigente a la luz del ordenamiento supralegal.
Desde la aprobación de la Constitución Nacional en el año 1853, nuestro país adscribe al modelo de estado constitucional y ahora también
convencional de derecho. Dicho modelo fue reconocido expresamente por la Corte
Suprema en el fallo “Casal” (conf., CSJN, 20/09/2005, “Casal, Matías E. y
otro”, Fallos 328: 3399), donde sostuvo que “la más fuerte y fundamental
preocupación que revela el texto de nuestra Constitución Nacional es la de
cuidar que por sobre la ley ordinaria conserve siempre su imperio la ley
constitucional” (Ver consid. 14 del voto de Petracchi, Maqueda, Zaffaroni y
Lorenzetti), estableciendo también que los jueces tienen la última palabra en
la interpretación de las normas constitucionales (o si se quiere la función de
cierre del sistema) mediante el control de constitucionalidad que se expresa
con la teoría de la argumentación. En este sentido, se subrayó que “nuestro
sistema conoce desde siempre el recurso que permite a los ciudadanos impetrar
de sus jueces la supremacía de la Constitución sobre la voluntad coyuntural del
legislador ordinario que se hubiese apartado del encuadre de ésta” (conf. Gil
Domínguez, Andrés, “El concepto constitucional de familia”, RDF n° 15, 1999, p.
31).
Este modelo de estado constitucional y convencional de derecho se
construye en torno de la supremacía o imperativo constitucional y convencional,
y se caracteriza por generar un juego de permanente diálogo y retroalimentación
–en lo que respecta a la textualidad de cada fuente y la interpretación que
realiza de ellas cada órgano con competencia para hacerlo- entre la
Constitución y la Convencionalidad como nexo vincular entre Estado y Derecho.
La constitucionalidad y convencionalidad, como elemento sustancial, están
compuestas por los derechos fundamentales y los derechos humanos y, en este
paradigma, los jueces también cumplen una función interpretativa y ponderadora
argumental de las antinomias y lagunas que existen entre la Constitución,
sumada a la Convención y a la ley cuando deben resolver un caso concreto (conf.
Gil Domínguez, Andrés, El estado constitucional y convencional de derecho en el
Código Civil y Comercial, Ediar, Buenos Aires, ps. 27/30. Ver también Gil
Domínguez, Andrés, La regla de reconocimiento constitucional argentina, Ediar,
Buenos Aires, 2007, ps. 86/87; Sagüés, Néstor, “El control de convencionalidad
en el sistema interamericano y sus anticipos en el ámbito de los derechos
económicos, sociales. Concordancias y diferencias con el sistema europeo”,
Biblioteca jurídica virtual del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la
UNAM, www.jurídicas.unam.mx; Bidart Campos, Germán - Albanese, Susana, “El valor de las
recomendaciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos”, JA,
1999-II-357; etc.).
En este escenario, debe recordarse que la propia Corte IDH se ha
referido en numerosas oportunidades al imperativo de ejercicio de control de
convencionalidad estatal, a partir del caso “Almonacid Arellano y otros”, del
26/09/2006. Allí sostuvo que dicho control debía ser ejercido de oficio por los
jueces nacionales conjuntamente con el control de constitucionalidad, en
constante interacción y con el objeto de proteger a la persona humana (ver
acápite 128, punto 2) del voto de García Ramírez y punto 3 del voto de Cançado
Trindade) (En el mismo sentido ver Corte IDH, 24/11/2006, “Trabajadores Cesados
del Congreso vs. Perú”; 23/11/2009, “Radilla Pacheco”; 29/11/2006, “La
Cantuta”; 24/11/2007, “Boyce vs. Barbados”; 09/05/2008, “Fermín Ramírez y
Raxacó Reyes”; 12/08/2008, “Heliodoro Portugal”; 26/05/2010, “Manuel Cepeda
Vargas”, 4/08/2010; “Comunidad Indígena Xámok Kásek”; 30/08/2010, “Fernández
Ortega”, 31/08/2010; “Rosendo Cantú”; 1/09/2010, “Ibsen Cárdenas y otro”;
23/11/2010, “Vélez Loor”; 26/11/2010, “Cabrera García”; 24/02/2011, “Gelman”;
etc.). Así también lo ha resuelto la Corte Suprema a partir del caso “Simón,
Julio H. y otros”, del 14/07/2005, donde el magistrado Lorenzetti recuerda:
“Esta Corte ha definido esta cuestión en precedentes que establecieron la
operatividad de los tratados sobre derechos humanos y el carácter de fuente de
interpretación que tienen las opiniones dadas por los órganos del sistema
interamericano de protección de derechos humanos en casos análogos…” (Fallos:
328:2056).
En definitiva, el control de constitucionalidad y convencionalidad de la
norma es imperativo para el intérprete y aplicador. De allí la trascendencia de
examinar todos estos contenidos desde la óptica de los principios de derechos
humanos involucrados.
Para determinar si una norma vulnera derechos humanos emergentes del
bloque constitucional y convencional es preciso hacer un análisis desde
el llamado principio de proporcionalidad, contenido en cierta medida en el
art. 28 de nuestra Carta Magna (que en rigor habla del principio de
razonabilidad). El principio de proporcionalidad -como su nombre lo indica-
permite auscultar si la intervención en un derecho fundamental a través de una
norma o acto de los poderes estatuidos o particulares es o no proporcionada y,
en consecuencia, si supera o no el test de constitucionalidad y
convencionalidad.
Para ello, es necesario examinar los tres subprincipios contenidos en la
regla de proporcionalidad: la idoneidad, la necesidad y la proporcionalidad en
sentido estricto (conf. Bernal Pulido, Carlos, El principio de proporcionalidad
y los derechos fundamentales. El principio de proporcionalidad como criterio
para determinar el contenido de los derechos fundamentales vinculante para el
legislador, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2003, ps.
75 y ss.).
En este sentido, según el subprincipio de idoneidad, toda intervención
legislativa en los derechos fundamentales debe ser adecuada para contribuir a
la obtención de un fin constitucionalmente legítimo. De acuerdo con el
subprincipio de necesidad, esta medida debe ser además la más benigna con el
derecho intervenido, entre todas aquellas que revisten por lo menos la misma
idoneidad para contribuir a alcanzar el objetivo propuesto.
Por último, conforme el subprincipio de proporcionalidad en sentido
estricto, la importancia de la intervención en el derecho fundamental debe
estar justificada por la trascendencia de la realización del fin perseguido con
la intervención legislativa. Ello significa que las ventajas que se obtienen
mediante dicha intervención deben compensar los sacrificios que ésta implica
para los titulares y para la sociedad en general (conf. Bernal Pulido, Carlos,
op. cit., ps. 35 y ss. y 686 y ss.).
Desde esta perspectiva, entonces, examinaré si la aplicación en el caso
de autos de lo normado por los arts. 75 y 78 de la ley 26.413 citados afectan
derechos fundamentales y, en su caso, si tal intervención es proporcionada y
configura sólo una restricción razonable y justificada o, por el contrario,
resulta desproporcionada -al menos en el caso concreto- de modo que se alza
como una vulneración de sendos derechos y, por ende, resulta inadmisible su
aplicación en las presentes actuaciones.
III) Alegan los peticionantes que la exigencia de modificar la partida
de nacimiento en Chile dificultaría el cambio del apellido que se solicita por
cuanto los trámites en extraña jurisdicción generan muy altos costos, a lo que
se suman las limitaciones propias de la pandemia (ver fs. 18).
La cuestión se vincula con el principio constitucional - convencional de
la tutela judicial efectiva, hoy reconocido además en el art. 706 del CCyC, en
tanto reza que en los procesos de familia debe respetarse el principio de
tutela judicial efectiva y que “Las normas que rigen el procedimiento deben ser
aplicadas de modo de facilitar el acceso a la justicia, especialmente
tratándose de personas vulnerables, y la resolución pacífica de los conflictos”
(inc. a).
La tutela judicial efectiva –que la doctrina constitucional argentina
conoce como “derecho a la jurisdicción”- ha sido tradicionalmente reconocida en
el art. 18 de nuestra Constitución y reforzada luego de la reforma de 1994 por
la incorporación en el texto constitucional de sendos instrumentos
internacionales que aluden expresamente a este principio (Ver Bidart Campos, Germán, “El derecho a la tutela judicial efectiva en una
señera sentencia de la Corte Suprema de Justicia”, LL, 1996-E-580; del mismo
autor, “El acceso a la justicia, el proceso y la legitimación” en Augusto M.
Morello -coord.-, La legitimación. Homenaje al Profesor Doctor Lino Enrique
Palacio, Abeledo- Perrot, Buenos Aires, 1996, ps. 15 y ss.; del mismo autor,
“Reflexiones constitucionales sobre el acceso a la justicia, el proceso y la
legitimación”, en Gozaíni Osvaldo A., La legitimación en el proceso civil,
Ediar, Buenos Aires, 1996, ps. 11 y ss.; Ekmekdjian, Miguel Ángel, Manual de la
Constitución Argentina, Depalma, Buenos Aires, 1997, ps. 233 y ss.; Gozaíni,
Osvaldo A., Derecho Procesal Constitucional, Rubinzal- Culzoni, Buenos Aires,
2004, ps. 105 y ss.; Sagüés, María Sofía, La tutela judicial efectiva en el
marco del Sistema Interamericano de Protección de los Derechos Humanos, Zeus.
Colección Jurisprudencial, Buenos Aires, 2002, t. 90, ps. 197 y ss.; etc.).
A más de estos instrumentos, por su mención expresa entre los
fundamentos del Proyecto, merecen destacarse las Cien Reglas de Brasilia sobre
Acceso a la Justicia de las Personas en Condición de Vulnerabilidad, cuyo punto
25 prevé que “Se promoverán las condiciones necesarias para que la tutela
judicial de los derechos reconocidos por el ordenamiento sea efectiva,
adoptando aquellas medidas que mejor se adapten a cada condición de
vulnerabilidad”.
La recepción concreta de este principio a nivel infraconstitucional muestra
la creciente preocupación de nuestros juristas por la efectividad de los
derechos fundamentales y de los derechos subjetivos consagrados en las normas
positivas mediante el proceso judicial. La satisfacción de los derechos humanos
requiere ineludiblemente pasar de su reconocimiento formal, a la concreción de
garantías procedimentales para su real y efectivo ejercicio. Las normas
constitucionales- convencionales y las leyes sustanciales son sólo instrumentos que exigen la
implementación concreta de herramientas de acción que las complementen y doten
de sentido. Así lo entendía hace varias décadas Couture, cuando observaba que
la tutela judicial efectiva requiere “no ya un procedimiento, sino
un proceso. El proceso no es un fin sino un medio; pero es el
medio insuperable de la justicia misma” (Couture, Eduardo J., Estudios de
derecho procesal civil, t. I, 4ta. ed., LexisNexis - Depalma, Buenos Aires,
2003, p. 136).
La tutela judicial efectiva abarca todo el itinerario desde el acceso a
la justicia hasta la conclusión del proceso, y tiene por objeto garantizar
el acceso de las personas a una decisión justa, fundada y oportuna, dictada por
el órgano jurisdiccional habilitado constitucionalmente para ello (conf.
Ekmekdjian, Miguel Ángel, Manual de la Constitución..., cit., p. 233).
Este derecho ha merecido un exhaustivo tratamiento por el Tribunal
Constitucional español. Este Tribunal ha sostenido que la tutela judicial
efectiva se configura fundamentalmente como la garantía de que las pretensiones
de las partes que intervienen en un proceso sean resueltas por los órganos
judiciales con criterios jurídicos razonables. En este sentido, este derecho
fundamental tiene como contenidos básicos: a) el derecho a la jurisdicción; b)
el derecho a obtener una resolución fundada en derecho; c) el derecho a
obtenerla en un plazo razonable; d) el derecho a manifestar y defender la
pretensión jurídica en igualdad con las otras partes; e) el derecho a ofrecer
pruebas oportunas y admisibles; f) el derecho a interponer recursos; g) el
derecho a la defensa y a la asistencia letrada; h) un proceso penal público,
acusatorio, contradictorio y con todas las garantías; i) el derecho a ser
informado de la acusación formulada; j) la presunción de inocencia; k) la
ejecución de la sentencia; etc. (conf. Cano Mata, Antonio, El derecho a la
tutela judicial efectiva en la doctrina del Tribunal Constitucional (artículo
24 de la Constitución, Edersa, Madrid, 1984, ps. 10 a 35).
Como se advierte de la enumeración precedente, la tutela judicial
efectiva proyecta múltiples aspectos.
En lo que aquí concierne, merecen destacarse dos subprincipios de vital
trascendencia: el acceso a justicia y la economía procesal.
El acceso a la justicia o al órgano judicial constituye una primera
etapa del derecho a la jurisdicción o tutela judicial efectiva y, como tal,
tiene fundamento constitucional convencional.
Este “acceso mismo al proceso” requiere de la superación de los
obstáculos sustanciales y formales que bloqueen la efectividad del derecho a la
jurisdicción. El derecho a la tutela judicial efectiva “antes” del proceso
implica, entonces, el derecho a exigir del Estado el cumplimiento de los
presupuestos jurídicos y fácticos que son necesarios para satisfacer el
cometido jurisdiccional ante la eventualidad de una litis concreta (conf.
Rosatti, Horacio D., El derecho a la jurisdicción antes del proceso, Buenos
Aires, 1984, ps. 56 y ss.). En otras palabras, el acceso a la justicia puede definirse como el
derecho a reclamar la protección de un derecho legalmente reconocido por medio
de los mecanismos institucionales existentes dentro de una comunidad. En este
contexto, acceder a la justicia implica la posibilidad de convertir una
circunstancia que puede o no ser inicialmente percibida como un problema en
cuestionamiento jurídico (conf. Gherardi, Natalia, “Notas sobre acceso a la justicia y servicios
jurídicos gratuitos en experiencias comparadas: ¿un espacio de asistencia
posible para las mujeres”, en Birgin, Haydée y Kohen, Beatriz –comp.-, Acceso a
la justicia como garantía de igualdad. Instituciones, actores y experiencias
comparadas, Biblos, Buenos Aires, 2006, ps. 129 y 130).
La especial trascendencia de la consagración normativa de este principio
en el art. 706 del CCyC se basa en la concreta referencia a las personas
vulnerables, que a la luz de lo previsto por las Cien Reglas de Brasilia serán
los niños, niñas y adolescentes, las personas con discapacidad y las mujeres
(conf. punto 3). En tal sentido, precisamente el objetivo de estas Reglas es
“garantizar las condiciones de acceso efectivo a la justicia de las personas en
condición de vulnerabilidad, sin discriminación alguna, englobando el conjunto
de políticas, medidas, facilidades y apoyos que permitan a dichas personas el
pleno goce de los servicios del sistema judicial” (punto 1). A tales fines, “Se
recomienda la elaboración, aprobación, implementación y fortalecimiento de
políticas públicas que garanticen el acceso a la justicia de las personas en
condición de vulnerabilidad. Los servidores y operadores del sistema de
justicia otorgarán a las personas en condición de vulnerabilidad un trato
adecuado a sus circunstancias singulares. Asimismo se recomienda priorizar
actuaciones destinadas a facilitar el acceso a la justicia de aquellas personas
que se encuentren en situación de mayor vulnerabilidad, ya sea por la
concurrencia de varias causas o por la gran incidencia de una de ellas” (punto
2).
Es que si el acceso a la justicia representa para cualquier ciudadano
una seria dificultad, para las personas más vulnerables esta posibilidad
se convierte en una quimera, pues en general deben sortear distintos obstáculos
para llegar a los tribunales, de modo que es deber del Estado neutralizar o
compensar esta vulnerabilidad o desigualdad real para garantizar el ejercicio
efectivo de los derechos fundamentales de estos sectores de la población. Al
respecto, cabe recordar lo señalado por la Corte Interamericana de Derechos
Humanos en la Opinión Consultiva acerca del “Derecho a la Información sobre la
Asistencia Consular en el Marco de las Garantías del Debido Proceso
Legal”: “Para alcanzar sus objetivos, el proceso debe reconocer y resolver
los factores de desigualdad real de quienes son llevados ante la justicia. Es
así como se atiende el principio de igualdad ante la ley y los tribunales y a
la correlativa prohibición de discriminación. La presencia de condiciones de
desigualdad real obliga a adoptar medidas de compensación que contribuyan a
reducir o eliminar los obstáculos y deficiencias que impidan o reduzcan la
defensa eficaz de los propios intereses. Si no existieran esos medios de
compensación, ampliamente reconocidos en diversas vertientes del procedimiento,
difícilmente se podría decir que quienes se encuentran en condiciones de
desventaja disfrutan de un verdadero acceso a la justicia y se benefician de un
debido proceso legal en condiciones de igualdad con quienes no afrontan esas
desventajas”.
Por otro lado, es necesario priorizar la economía procesal o el factor
“tiempo” en los procesos de familia.
Se ha dicho que “Justicia es el cumplimiento de la obligación en el
momento oportuno, es la omisión del hecho dañoso…. El tiempo durante el cual
rige la injusticia es asimismo un tiempo que nunca será borrado; aquí también
el acto de reparación es sólo compensatorio” (Cárdenas, Eduardo J., El tiempo
en los procesos de familia, LL, 1985-D-748). En este entendimiento, se ha
afirmado que el debido proceso “exige que los conflictos se solucionen en
tiempo razonable con las debidas garantías para el demandado pero también con
normas que no desalienten a quien recurre a la jurisdicción; esas normas deben
adaptarse a las necesidades de cada caso valorando la urgencia de la petición,
la situación de las partes y demás circunstancias” (Arazi, Roland,
Flexibilización de los principios procesales, “Revista de Derecho Procesal.
Número extraordinario conmemorativo del Bicentenario. El derecho procesal en
las vísperas del Bicentenario”, Rubinzal- Culzoni, Santa Fe, 2010, p. 111).
Ese tiempo se extiende a través del proceso judicial, de modo que el
derecho debe propender a abreviarlo mediante los instrumentos más variados para
garantizar así la tutela judicial efectiva. En el caso concreto de los procesos
de familia, el factor tiempo presenta características especiales pues tiende a
consolidar situaciones de extrema injusticia, perpetuar el conflicto o agudizar
los daños que precisamente se han querido combatir mediante el inicio del
proceso.
Así lo ha entendido expresamente la Corte Interamericana de Derechos
Humanos en el caso “Fornerón”, al señalar: “El derecho de acceso a la justicia
debe asegurar la determinación de los derechos de la persona en un tiempo
razonable. La falta de razonabilidad en el plazo constituye, en principio, por
sí misma, una violación de las garantías judiciales”. En ese sentido, y en
cuanto a la conducta de las autoridades, destacó el Tribunal en forma reiterada
que “no es posible alegar obstáculos internos, tales como la falta de
infraestructura o personal para conducir los procesos judiciales para eximirse
de una obligación internacional”. Con respecto a la afectación generada por la
duración del procedimiento en la situación jurídica de la persona involucrada,
considerando, entre otros elementos, la materia objeto de controversia, la
Corte afirmó que “si el paso del tiempo incide de manera relevante en la
situación jurídica del individuo, resultará necesario que el procedimiento
avance con mayor diligencia a fin de que el caso se resuelva en un tiempo
breve” (Corte IDH, 27/04/2012, “Fornerón e hija vs. Argentina”,
www.corteidh.or.cr/).
Como puede observarse, la celeridad procesal es un principio inherente a
la tutela judicial efectiva de todos los derechos, y crucial cuando se trata de
derechos vinculados a las relaciones de familia y a los derechos de las
personas menores de edad.
El tiempo en el proceso se traduce en el principio de economía procesal
que tiende a la abreviación y simplificación de los procedimientos, evitando
que su irrazonable prolongación torne inoperante la tutela de los derechos e
intereses comprometidos (conf. Palacio, Lino E., Derecho procesal civil…, cit.,
t. I, p. 291).
Este principio abarca dos aspectos: la actividad de los litigantes, los
órganos y demás auxiliares; y el relativo a las erogaciones. El primer aspecto
se vincula con el acortamiento de los plazos y comprende los principios de
celeridad, concentración –en unos pocos actos o audiencias-, saneamiento,
simplificación de los trámites procesales y flexibilización de los principios
procesales tradicionales (especialmente en relación con la prueba). También se
fortalece, evidentemente, mediante los principios de inmediación y oralidad
efectivamente consagrados por el art. 706. El segundo aspecto alude a la
necesaria disminución de los gastos del juicio, considerando que la morosidad
de los procesos genera una relación directa y perversa, el costo excesivo: a
mayor duración, mayor costo y, desde luego, mayor obstáculo para el acceso a la
justicia (Ver Bertoldi de Fourcade María V. y Ferreyra de De la Rua, Angelina,
Régimen procesal del fuero de familia. Principios generales del proceso de
familia y un análisis del sistema vigente en la provincia de Córdoba, Depalma,
Buenos Aires, 1999, ps. 42 y ss. y Guahnon, Silvia V., Medidas cautelares…,
cit., ps. 58 y 59).
El resguardo por la economía procesal es entonces una de las
proyecciones esenciales de la tutela judicial efectiva, lo que indica la
responsabilidad de todos los participantes en el proceso (magistrados, abogados
y partes) en contribuir a su celeridad en aras a la concreción de la justicia
del caso.
A la luz de los principios esbozados, la exigencia de realizar un
trámite de exequatur o eventualmente iniciar un proceso en el extranjero –cuestión
que parecería surgir del dictamen de la Sra. Fiscal- a los fines de modificar
el apellido de un adolescente que desea ser equiparado a sus hermanos, deviene
un obstáculo en el acceso a la justicia.
Ello por dos razones. En primer lugar, porque evidentemente implica un
incremento notable de los costos del proceso. En segundo término, esta
exigencia se alza como un obstáculo para acceder en un tiempo razonable a la
requisitoria del adolescente, que se vincula con algo tan esencial como la
identidad de las personas. A ello se suman las dificultades y limitaciones
propias de la pandemia, que han restringido la circulación internacional y
acotado las actividades de los organismos públicos.
Todo lo expuesto me lleva a sostener que en el caso lo normado por el
art. 75 y el art. 78, primera parte, de la ley 26.413 resulta una intervención
en el derecho a la tutela judicial efectiva que deviene irrazonable. Ello en
tanto no se encuentra justificada por un fin constitucional - convencional, un
derecho fundamental, o un interés del Estado de valor superior que pretenda
ampararse con esta exigencia formal. Y es que la trascendencia del fin
perseguido con este requisito legal no parece compensar los sacrificios que
conlleva para el adolescente dilatar su pretensión de llevar un apellido acorde
con su identidad. Nótese además que esta dilación se contrapone con otra regla
que surge del art. 64 del CCyC, en cuanto prevé que todos los hijos
matrimoniales deben llevar el mismo apellido y la integración compuesta que se
haya decidido para el primero de ellos.
Por lo expuesto, adelanto que en el caso resultan inaplicables las
disposiciones de los arts. 75 y el art. 78, primera parte, de la ley 26.413.
III.- Aclarado este punto, cabe analizar la procedencia del pedido
formulado por los progenitores y ratificado por el propio adolescente en la
presentación inicial y en la entrevista mantenida con la suscripta y el
Ministerio Público.
El art. 69 del CCyC señala que el cambio de prenombre o apellido sólo
procede si existen justos motivos a criterio del juez. Se aclara que se
considera justo motivo, de acuerdo a las particularidades del caso, entre
otros, el seudónimo cuando hubiese adquirido notoriedad; la raigambre cultural,
étnica o religiosa; y la afectación de la personalidad de la persona
interesada, cualquiera sea su causa, siempre que se encuentre acreditada.
Conforme se desprende de la redacción de dicho artículo, sin perjuicio
de los justos motivos allí enunciados, el juez se encuentra facultado para
examinar con amplitud de criterio las distintas situaciones propuestas, para
luego decidir si las circunstancias justifican el cambio pretendido.
El nombre constituye una faceta más del derecho a la identidad de las
personas. En este sentido, la Convención Americana sobre Derechos Humanos o
Pacto de San José de Costa Rica, en su art. 18 dispone que “toda persona tiene
derecho a un nombre propio y a los apellidos de sus padres o al de uno de
ellos. La ley reglamentará la forma de asegurar este derecho para todos,
mediante nombres supuestos, si fuese necesario”. A su vez, la Convención sobre
los Derechos del Niño prevé en el art. 7° que el niño tiene “derecho desde que
nace a un nombre”, y el art. 8.1 del mismo instrumento expresa que “los Estados
partes se comprometen a respetar el derecho del niño a preservar su identidad,
incluidos la nacionalidad, el nombre y las relaciones familiares de conformidad
con la ley sin injerencias ilícitas”.
La trascendencia del nombre como elemento integrante de este derecho en
algún sentido ya había sido destacado por Adolfo Pliner en su renombrada tesis.
Sostuvo dicho autor que el nombre, al individualizar al ser humano, lo instala
en la posesión plena de su personalidad.
Lo reafirma como el “centro diferenciado de voluntad y de acción, de
poderes, de obligaciones y de imputaciones, se realiza en su integridad física
y espiritual, sin riesgo de diluirse en la masa, que es la muerte de la
personalidad, aunque sobreviva el individuo. La conciencia de ser uno quien es,
para sí y para la sociedad en que vive, la posibilidad de conservar esa individualidad,
de protegerla y de perpetuarla, de cultivarse, superarse, crear relaciones
estables, fundar una familia..., constituye la personalidad del hombre. Ni mera
unidad biológica, ni sólo persona jurídica, sino persona humana, florecimiento
pleno de un ser para quien el derecho se construye, y es instrumento de sostén
y garantía” (Pliner, Adolfo, El nombre de las personas, Abeledo-Perrot, Buenos
Aires, 1965, p. 92).
En la misma línea de pensamiento, recuerda Fernández Sessarego que el
nombre cumple la función de servir de medio para identificar e individualizar a
las personas (Fernández Sessarego, Carlos, Derecho a la identidad personal,
Astrea, Buenos Aires, 1992, p. 129). Asimismo expresa que “no podemos descartar
que el nombre sea uno de los tantos medios de identificación estática que dan
cuenta de una ‘manera de ser’”, de modo que –para este autor- el nombre integra
el derecho a la identidad personal en su faz estática.
Sin embargo otros autores afirman que el nombre involucra tanto la faz
estática como la dinámica de la identidad personal. En estos términos, Pagano
sostiene que “el derecho a la identidad, que -en sus dos facetas, estática y
dinámica comprende el del nombre” (Pagano, Luz, “El apellido materno en la
filiación biológica”, JA 2004-IV-998). En igual sentido se expresa Solari,
quien en un comentario a un fallo dictado por la Suprema Corte de Buenos Aires
en fecha 19/3/2003 -donde se admite la adición del apellido del conviviente
fallecido en una adopción plena- considera que desde un sentido amplio, “en el
caso nos interesan dos de las especias comprensivas del derecho a la identidad:
el nombre y las relaciones familiares”, las cuales se encontrarían interrelacionadas
(Solari, Néstor, “Adición del adoptado del apellido del concubino”, JA
2004-II-49). Como así también Krasnow, quien en otro comentario a fallo
relaciona el nombre con la identidad social y asevera que el primero “integra
la identidad del sujeto en su faz estática y dinámica. En este sentido, el
nombre se instala en la persona de manera permanente, acompañando el proceso de
construcción de la identidad en el ámbito social” (Krasnow, Adriana, “El
desplazamiento del estado filial y su repercusión en el derecho de identidad.
La facultad concedida al hijo de continuar con el uso del apellido”, LL
2004-D-635).
Es posible que esta transversalidad del nombre por ambas fases del
derecho a la identidad personal se deba a que mientras que el nombre de pila
busca la identificación dentro de la familia, el apellido posee los mismos
fines pero dentro de lo social (conf. Bedrossian, Gabriel, “Cuestiones
relativas a la transmisión del apellido materno”, LL Córdoba 2002-184). En
otras palabras, esta proyección social a la cual alude Krasnow, conlleva a que
el nombre envuelva también la faz dinámica del derecho a la identidad.
Sea que el nombre implique sólo la faz estática o también la dinámica,
queda claro que configura un elemento del derecho a la identidad y, como tal,
es deviene esencial en la configuración subjetiva de las personas.
Ahora bien, desde antaño se ha resaltado el principio de la
inmutabilidad del nombre, principio que a nivel normativo fue oportunamente
consagrado por el art. 15 de la derogada ley 18.248 que al igual que el citado
art. 69 del CCyC, sólo habilitaba la modificación del nombre cuando mediaren
justos motivos.
Tal regla llevó en un comienzo a examinar con excesivo rigor el catálogo
de motivos o causas que se aprecian como “justos” o justificados para quebrar
el dogma de la inmutabilidad.
Esta tensión entre el orden público y la libertad de intimidad en
materia de nombre de las personas ha ido cediendo a favor de esta última en
recientes resoluciones, e incluso en la voz de autorizada doctrina.
Ya hace años el mismo Pliner sostenía que para definir los justos
motivos era imperativo considerar los valores que protege aquella regla
general, en contraste con las motivaciones que fundan la pretensión de
conmoverlo. “El problema se reduce así a un juicio estimativo de los valores en
pugna. Frente al orden y la seguridad que inspira el recordado principio,
pueden hallarse otros no menos atendibles, aunque responden a intereses
particulares, pero tan dignos de consideración que merezcan la tutela del orden
jurídico, siempre que no se conmueva la esencialidad de dicha regla,
considerada fundamental en la materia” (Pliner, Adolfo, El nombre de las
personas…, cit., p. 359).
Por su parte, Ciuro Caldani se refiere a la participación en la
construcción del propio nombre como un derecho humano, advirtiendo que “suele
decirse que el nombre debe ser inmutable, mas sucede que una de las
características de la vida –que no excluye la permanencia- es la mutación. Sin
desconocer el deber de resguardar los intereses de los terceros individuos y
como integrantes de la sociedad, estimamos que una cultura de la libertad debe
ser una cultura de la libertad del lenguaje y del nombre. La imposición puede
ser un inaceptable aprisionamiento de la personalidad” (Ciuro Caldani, Miguel
Ángel, “El derecho humano a participar en la construcción del nombre”, JA
2001-II-620).
Estas reflexiones -que comparto- justifican reemplazar la férrea regla
de inmutabilidad del nombre por otra más acorde a los mandatos emergentes de
los instrumentos internacionales de derechos humanos que garantizan la
identidad en sus múltiples aspectos y promueven una mayor autonomía de las
personas en el diseño de su propia biografía. En este contexto, parece más
adecuado hablar de estabilidad del nombre que de inmutabilidad.
El concepto de inmutabilidad entraña una rigidez incompatible con la
libertad de intimidad; en cambio, la estabilidad representa la conservación del
nombre únicamente con la finalidad de proteger un interés público o social. Si
tal interés no se encuentra comprometido, el principio de autonomía de la
voluntad prevalece frente a supuestos valores de orden público que desvirtúan
la participación activa del sujeto en la conformación o preservación de su
propia identidad.
Esta idea de estabilidad y no inmutabilidad habilita el ingreso del
cambio del nombre cuando existan razones suficientes a la luz del principio de
proporcionalidad que justifiquen tal decisión. Y para ello, nada más importante
que la propia percepción, sensaciones y sentimientos de la persona a la hora de
identificarse con un determinado nombre o apellido.
En esta línea, se ha observado que “el principio de inmutabilidad del
nombre y apellido de las personas consagrado en el art. 15 de la ley 18.248 no
es absoluto, por cuanto la misma disposición legal otorga al órgano judicial la
posibilidad de disponerlo cuando mediaren justos motivos. La cuestión se
centra, por consiguiente, en interpretar qué se entiende por justos motivos. Es
decir, frente al orden y seguridad que inspira a la regla general, pueden
hallarse otros valores no menos atendibles, aun cuando respondan -como en el
caso- a intereses particulares, tan dignos de consideración que merezcan la
tutela del orden jurídico… No se trata —como parece entender el magistrado de
la anterior instancia— de adquirir un apellido por el uso, en una suerte de
‘usucapión’, sino que el actor siempre fue conocido, a lo largo de su vida,
como ‘F.’ porque así se lo habían impuesto. Y como tal desarrolló una extensa
actividad profesional y académica. …Se está en presencia de una mera añadidura
del apellido que durante casi cincuenta años de existencia usó y fue conocido
el actor, circunstancia que, de impedirle hacerlo, podría ocasionarle serias
dificultades al tener que explicar su particular situación…” (C. Nac. Civ.,
sala E, 17/11/2004, “F., J. J. v F., D. R. y otro”, LL 2005-B-550 y ED
213-379).
Desde una perspectiva interdisciplinaria, en otro fallo se ha resaltado
que “el nombre constituye un aspecto relevante en la conformación de la
identidad personal, puesto que confiere significaciones que resultan simbólicas
y que inciden de gran manera en el comportamiento. El nombre de una persona es
un modelo ofrecido de identificación, ya que expresa a través del orgullo, la
aceptación y el reconocimiento entre otros... Cuando este modelo ofrecido
constituye un modelo contraidentificatorio incide negativamente en la identidad
personal de un sujeto, ya que genera malestares psicológicos como el complejo,
la negación, la inconformidad y culpabilización al nominante. Sentimiento de
inferioridad que no son favorables para el bienestar emocional del portador,
quien al no sentirse identificado por su nombre, puede llegar incluso a
omitirlo como se da en el caso. Entonces en preciso tener en cuenta, el sentido
y la aceptación que tienen el nombre para quien lo lleva… Cabe poner de resalto
que la connotación emocional que cada ser humano experimenta en relación a los
factores de la realidad son diferentes. Lo que puede ser una simple
contingencia para algunos, puede ser vivido como traumático por otro. En este
caso, pondero especialmente el cuadro psicológico que presenta la peticionante
y ‘el justo motivo’ exigido por la ley desde dicha perspectiva pues, claro
está, que ninguno de los nombres en cuestión pueden considerarse en sí mismo
ofensivos, indignos ni humillantes” (C. Apel. Civ. y Com., Sala IV, Corrientes,
10/05/2013, “M., R. L. I. s/ información sumaria”, RC J 10327/13).
Así también se ha señalado que “En la práctica, al visualizar los
repertorios, se advierte que la interpretación jurisprudencial sobre el
principio de inmutabilidad de a poco ha ido variando a lo largo del tiempo, a
medida que se producían cambios sociales y culturales. Sin embargo, no puede
dejar de apreciarse que, en la mayoría de los casos, la idea de ‘inmutabilidad’
se torna severa, tal vez en demasía, y excede el sentido que la doctrina
entiende atribuir a uno de los caracteres más importantes del nombre; así se
hable de fijeza o de estabilidad asumiendo una postura rígida, a punto tal que
se rechaza a ultranza toda variación del nombre, incluso cuando se vislumbran
‘justos motivos’. Así, al momento de juzgar, el rigor de la regla contenida por
la ley impera en la mayoría de los casos…”. Sin embargo, en el caso “no se
observa que afecte las razones que dan fundamento al criterio establecido en el
artículo 15 de la ley 18.248, ya que la adición pretendida por el apelante no
es susceptible de producir perjuicio alguno sobre los valores de orden y
seguridad. Es que para arribar a ésta conclusión debe tenerse primordialmente
en cuenta que la equidad como justicia del caso particular tiene por fin
atemperar el rigorismo de las leyes… Por otra parte, cabe considerar que dicha
conclusión no desvirtúa lo dispuesto por el artículo 15 de la ley 18.248, ni
resulta atentatorio al principio de inmutabilidad de la ley; muy por el
contrario, advertimos que mediante la adición pretendida, se legaliza una
situación de hecho –el uso cotidiano– que a nadie perjudica, ni atenta contra
derecho alguno” (C. Nac. Civ., sala J, 23/11/2010, “O., S. F. s/ Información
Sumaria”, R.562.491).
A tenor de lo expresado, no hay duda de que en el caso se encuentran
acreditados los justos motivos para acceder a la modificación del apellido
solicitada por los progenitores y reafirmada por el propio adolescente.
IV.- Por todo lo cual, oída la Sra. Fiscal y de conformidad con lo
dictaminado por el Sr. Defensor de Menores e Incapaces, RESUELVO: a) Declarar
la inaplicabilidad de los arts. 75 y 78, primera parte, de la ley 26.413 al
caso de autos. b) Aprobar la información sumaria, disponiendo la supresión de
los apellidos “K. C.” consignándose el nombre del joven como J. M. P. c) Te
hago saber J. M. que lo [que] hoy se decide implica que de acá en adelante vas
a ser identificado como J. M. P. Esta decisión tuvo en cuenta tu deseo de tener
el mismo apellido que sus hermanos, como nos comunicaste tan claramente en la
entrevista que tuvimos con junto con el Defensor de Menores. d) Firme,
inscríbase en el Registro de Estado Civil y Capacidad de las Personas de CABA,
a cuyo fin líbrese oficio. e) Notifíquese y a los Ministerios Públicos en sus
despachos.-
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