viernes, 30 de mayo de 2008

Sonzinni, Graciela y otro s. pedido de quiebra a Transener

Juz. Nac. Com. 23, 17/03/04, Sonzinni, Graciela y otro s. pedido de quiebra a Transener S.A.

Obligaciones negociables. Certificado. Legitimación activa. Pesificación. Improcedencia. Dec. 410/02. Derecho aplicable. Autonomía de la voluntad conflictual.

Publicado por Julio Córdoba en DIPr Argentina el 30/05/08, en LL 2004-C, 956, con nota de G. Bouzat y en IMP 2004-B, 2873.

1º instancia.- Buenos Aires, marzo 17 de 2004.-

Considerando: I. En su calidad de titulares de las obligaciones negociables referidas en el escrito inicial, los actores solicitaron la declaración de quiebra de Transener S.A., invocando al efecto el incumplimiento por ésta de los pagos debidos en virtud de tales obligaciones.

La demandada resistió el progreso de la acción.

A estos efectos, negó hallarse en estado de cesación de pagos, realizando cierto depósito a embargo con el fin de demostrarlo.

Sin perjuicio de ello, planteó otras tres defensas.

En primer lugar, cuestionó la legitimación de los demandantes, negando que el certificado al efecto acompañado fuera idóneo para acreditar la calidad de obligacionistas invocada por éstos.

En segundo lugar, y subsidiariamente, planteó la inconstitucionalidad del dec. 677/2001 en tanto base normativa para la emisión del referido certificado.

Y, finalmente, adujo que era improcedente la pretensión de que su parte cancelara en dólares las obligaciones emitidas. En este sentido, expresó que los montos respectivos debían considerarse pesificados, invocando la inaplicabilidad de la excepción prevista en el dec. 410/2002, cuya inconstitucionalidad también articuló.

II. Razones de precedencia lógica imponen tratar en primer lugar la alegada falta de legitimación de los peticionantes.

De la reseña que antecede resulta que el certificado al efecto acompañado por éstos fue cuestionado por la emplazada tanto en su aspecto formal, cuanto sustancial.

A mi juicio, no asiste razón a la defensa en ninguno de ambos planteos.

Desde un punto de vista formal, encuentro que el aludido certificado reúne los recaudos necesarios para acreditar el extremo cuestionado.

No obsta a ello que en él se exprese que las referidas obligaciones se encuentran registradas "en custodia" a nombre de los actores.

Primero, porque tal mención, acompañada de la aclaración del carácter de "depositantes" que corresponde a éstos, no predica ni descarta la titularidad de tales obligaciones por ellos, pero presupone su legitimación, que es lo que aquí interesa.

Y segundo, porque dicha mención –reitero: la alusión al registro en "custodia"- no puede interpretarse en forma aislada, sino a la luz de las restantes constancias del mismo documento.

Desde esta perspectiva, y siendo que la Caja de Valores dejó expresa constancia de que expedía el mencionado documento en los términos del art. 4 inc. e) del decreto N° 677/01 y aclaró que con él se acreditaba "…la existencia del saldo registrado en la cuenta comitente…", es claro que cualquier duda acerca de los alcances de la mención examinada, debe entenderse superada.

III. Paso, en consecuencia, a ocuparme de examinar las objeciones de fondo levantadas en contra de la certificación cuestionada.

La demandada planteó la inconstitucionalidad del dec. 677/2001 que justificó el libramiento del aludido documento.

A estos efectos, invocó que, al dictarlo, el P.E.N. había excedido las facultades que le había delegado la ley 25.414 y las que le correspondían por virtud de lo dispuesto en los arts. 76 y 99 inc. 3 de la Constitución Nacional.

Un primer examen de la cuestión podría llevar a reconocerle razón.

En efecto: de los arts. 76 y 99 inc. 3 de la Constitución se infiere la necesidad –ínsita en el llamado "derecho de emergencia"- de que las medidas adoptadas en sus términos sean esencialmente transitorias, esto es, con vigencia circunscripta a la situación que las justifica.

En el caso, la normativa cuestionada se aparta de tal designio: ella no introduce un instrumento conyuntural sino uno definitivo, que, como tal, podría extralimitar las facultades que, en esta materia, asisten al Poder Ejecutivo por razón de la emergencia, toda vez que desconoce el recaudo –límite temporal- al que nuestra Corte ha condicionado la validez de las medidas de esta índole (Fallos 323:1566).

Y parece apartarse también de los restantes presupuestos que justificarían el ejercicio de tal atribución por el Poder Administrador.

Pues, en rigor, de lo que el decreto atacado se ocupa, es de establecer cómo hacer para comprobar judicialmente la calidad de obligacionista y cuál es el mecanismo a seguir a efectos de obtener el instrumento respectivo, introduciéndose en una materia que, ni fue prevista en la ley cuyas facultades delegadas aquél invocó, ni exhibe ninguna urgencia que legitime su actuación a la luz de lo dispuesto en el 99 inc. 3 de la Constitución.

En tal marco, podría sostenerse que la regulación cuestionada altera de modo sustancial y permanente las relaciones entre acreedores y deudores; alteración que, como reiteradamente ha sostenido nuestra Corte Nacional, es atribución concedida por la Constitución al Congreso (art. 75 inc. 12 C.N.), con la consecuencia de que su ejercicio por el Poder Ejecutivo importa violación del esquema constitucional de competencias entre los poderes del Estado.

No obstante, la cuestión admite ser examinada desde otra perspectiva, desde la cual puede arribarse a solución distinta –esto es, a la constitucionalidad de tal decreto- y, por ende, preferida.

Es verdad que, como dije, el Poder Ejecutivo no ejerció facultades delegadas, desde que tal delegación no existió con el alcance de habilitarle a regular esta cuestión.

Y verdad es también que tampoco ejerció –al no configurarse la urgencia que hubiera justificado el uso de tal atribución- las facultades, no ya delegadas sino propias, que le concede el art. 99 inc. 3° de la Constitución.

Pero de ello no se deriva que el decreto cuestionado sea inconstitucional dado que, si bien por su contenido él no podía ser dictado con sustento en dichas normas, sí podía serlo con apoyo en lo dispuesto en el inciso 2° del citado art. 99 de la misma Constitución.

Y podía serlo porque dicho decreto constituye una adecuada reglamentación, no de la ley 25.414, sino de la ley 23.576 sobre obligaciones negociables.

Es verdad que tal facultad –la de reglamentar las leyes sin alterar su espíritu- no fue siquiera invocada por el creador de la norma cuestionada.

Y verdad es también que, a efectos de justificar tal creación, dicho órgano invocó el ejercicio de una delegación que pretendió contenida en ley distinta de la citada ley 23.576.

Pero ello no puede volver inconstitucional el decreto.

Pues, si determinada norma de la Constitución Nacional otorgaba al Poder Ejecutivo facultades suficientes para dictarlo, ese decreto es válido aunque haya sido creado con invocación de fuentes que, en cambio, no le otorgaban tal atribución.

Ello, a mi juicio, sucedió en el caso.

Nótese que si la norma cuestionada hubiera sido creada en ejercicio de la natural y arquetípica función reglamentaria de las leyes que corresponde a ese Poder, ninguna duda cabría acerca de su constitucionalidad.

Y no habría dudas, pues, por su contenido, el aludido decreto no sólo no altera el espíritu de la ley 23.576, sino que, en tanto instrumenta un mecanismo destinado a evitar que se frustren los derechos de los obligacionistas que dicha ley ha procurado preservar, permite su vigencia práctica.

Tal afirmación se confirma a la luz del régimen de circulación impuesto a las obligaciones de que aquí se trata.

Ellas fueron emitidas en forma cartular y representadas en un título global nominativo no endosable, librado a nombre de CEDE & Co, que se encuentra en un sistema de depósito colectivo en los Estados Unidos (D.T.C.).

Está fuera de cuestión que la emisión de ese título fue sólo un mecanismo tendiente a facilitar la negociación de las aludidas obligaciones en el mercado internacional de capitales, connatural a ellas.

Y fuera de cuestión también está que la propiedad individual de cada una de ellas no corresponde a CEDE & Co, sino que recae en los llamados "beneficiarios", que la detentan por medio de quienes, a su vez, revisten la calidad de "participantes" en el título.

Todo esto es consecuencia del sistema de negociación adoptado, el que deriva en esta particularidad: pese a su representación cartular, los derechos expresados en el título global no circulan con ajuste a tal régimen documental –que impondría la entrega material de los documentos respectivos a cada titular-, sino con ajuste a un sistema escritural.

Es decir: emitido el título a nombre de CEDE & Co según situación que se mantiene, fue suscripto por quienes a partir de entonces asumieron la calidad de "participantes", instrumentándose esa participación, no mediante la transferencia física de la lámina, sino mediante su inscripción en los registros de la entidad depositaria.

Y las obligaciones respectivas fueron, a su vez, ofrecidas por tales participantes –inversores institucionales- a otros inversores particulares o "beneficiarios", los que, como ocurre en el presente caso con los actores, pasaron a ser los verdaderos titulares de los derechos económicos involucrados en la emisión.

En tal marco, resulta por completo razonable instrumentar un sistema que permita a estos obligacionistas hacerse del título que ha de otorgarles legitimación para el ejercicio de sus derechos.

De ello se encarga el cuestionado decreto, sin cuya regulación éstos no podrían ejercer la acción que la ley de fondo les concede (art. 29 de la ley 23.576), ni podrían ejercer ninguna otra al hallarse privados de toda base documental que los habilite al efecto.

El decreto cuestionado, por ende, importa una razonable reglamentación del presupuesto a reunir para iniciar tal acción, haciendo cesar la situación de indefensión en la que se hubieran encontrado los obligacionistas privados de la documentación necesaria para acreditar su legitimación.

Se ocupa, por ello, nada menos que de asegurar a aquéllos el ejercicio de su derecho a la jurisdicción, proceder que, dada la garantía constitucional respectiva, habilita a concluir que el decreto cuestionado no sólo no afecta principios constitucionales sino que afianza su vigencia, al remover los obstáculos que impedían el ejercicio por los obligacionistas del aludido derecho.

Por eso concluyo del modo anticipado: el decreto es válido, conclusión que se confirma si se atiende a que, al realizar el control de constitucionalidad que hace a la esencia de nuestro sistema jurisdiccional, los jueces no pueden limitarse a una valoración formal de las normas involucradas, sino que deben llevar a cabo una interpretación axiológica; es decir, una interpretación que, hurgando no sólo en la letra sino también –y principalmente- en el espíritu de tales normas, tenga por télesis determinar cuál es el sentido y valor que ellas tienen desde el punto de vista de la Constitución considerada en su conjunto.

Desde tal perspectiva, forzoso es concluir que, acotado el cuestionamiento a la argumentación de que el Poder Ejecutivo carecía de las facultades que invocó, él pierde toda su fuerza de convicción si lo hecho por tal órgano se aprecia a la luz de otras disposiciones de la misma Constitución.

Y ello con mayor razón si la cuestión se aprecia a la luz de la reiterada doctrina de la Corte Suprema según la cual, a efectos de establecer el sentido y alcance de un texto legal, él no puede ser interpretado aisladamente sino correlacionado con los demás que disciplinan la materia que integra, tomada ésta como un todo coherente y armónico en su conjunto (Fallos 320:783, entre otros).

Por lo demás, como dije, encuentro que la reglamentación contenida en el decreto se ajusta a la letra y al espíritu de la ley 23.576.

No ignoro que las obligaciones negociables de que aquí se trata no son escriturales, sino que han sido representadas en forma cartular y en un título global.

Forzoso podría parecer, entonces, descartar la posibilidad de los obligacionistas de requerir el cobro de las obligaciones incumplidas con prescindencia de esa representación documental.

Así lo impone el derecho de fondo, del cual se infiere que, siendo dichas obligaciones títulos de crédito, resúltales aplicable el principio –inherente al régimen de tales títulos- según el cual los derechos que derivan de éstos no existen en forma separada de los documentos respectivos.

Es decir: éstos "incorporan" los derechos que instrumentan, cumpliendo a su respecto una función constitutiva, que hace de tales documentos el sustrato material de esos derechos sin el cual éstos no pueden ser ejercidos, o, en su defecto, no desobligan al deudor.

Este, como dije, es el régimen que resulta de la ley de fondo, que el Poder Ejecutivo no podría alterar por vía reglamentaria sin exceder sus referidas atribuciones constitucionales.

Pues bien: un primer examen superficial de la cuestión podría llevar a sostener que ello habría ocurrido en el caso, dado que, al habilitar a la Caja de Valores a expedir los aludidos certificados, el decreto cuestionado se apartó del régimen aplicable a las presentes obligaciones en tanto representadas en forma cartular.

No obstante, la respuesta no puede ser proporcionada sin atender a la particularidad de la emisión que aquí se trata.

Ella fue cartular, sí, pero también global, es decir, formalizada en un único documento representativo de obligaciones cuya titularidad estaba llamada a recaer –y así sucedió- en miles de inversionistas autónomos.

Naturalmente, dadas esas condiciones, el llamado "principio de necesidad" que gobierna la materia no puede funcionar del modo en que lo hace cuando el derecho cartular es objeto de representación individual, sino que debe ser conciliado con la imposibilidad de transmitir al unísono esa única lámina a una multiplicidad de inversionistas que no son copropietarios entre sí, sino titulares autónomos de dichas participaciones.

En tal marco, el decreto cuestionado reguló una concreta cuestión fáctica: la imposibilidad de concretar la aludida transmisión física.

Y lo hizo de un modo que no puede agraviar a la demandada que, tras colocarse ella misma en la referida imposibilidad, ha pretendido invocarla para munirse del bill de indemnidad generado a su favor por la anterior privación jurisdiccional que sufrían los obligacionistas.

Dos argumentos principales corroboran lo expuesto y descartan que se haya configurado exceso en el ejercicio del poder reglamentario.

Uno, vinculado al derecho internacional privado; y otro, a normas inderogables del derecho interno.

El primero exige atender a las reglas a que se sujetan los mercados del mundo, en cuyo ámbito la negociación de este tipo de obligaciones se desvincula de su representación cartular a fin de habilitar un sistema que, orientado a agilizar las operaciones respectivas, las sujeta a regímenes de depósito colectivo que centralizan las transacciones y facilitan su compensación y liquidación.

Y el segundo exige hallar un mecanismo que evite que la negociación así impuesta por la realidad internacional, vulnere normas de la ley de obligaciones negociables imperativas para las partes.

En efecto: aquella negociación internacional exige, como dije, incorporar los derechos de que aquí se trata a un documento global, en el caso emitido a nombre de CEDE & Co.

Si se aplicaran a rajatabla, sin adaptarlas, las normas que rigen circulación de los derechos así representados, forzoso sería sostener que la única legitimada para reclamar el pago sería esta última, única que se encuentra en condiciones de cumplir con el recaudo sine qua non de la legitimación activa así concebida, consistente en la necesidad de exhibir –y en su caso entregar- el documento al deudor que lo cancela.

Con esta necesaria consecuencia: el titular de una participación individual en dicho certificado, por más titular que fuera, no podría reclamar judicialmente el pago sin antes lograr que sus derechos, que se hallan incorporados a aquel documento, fueran "desincorporados" mediante su traspaso a otros documentos idóneos para representar, no ya la emisión global, sino la referida participación individual.

No hay en esto contradicción, sino aplicación de nociones que, como las de legitimación y titularidad, son diversas, diversidad de la que derivan –especialmente en el campo de los títulos de crédito- fecundas consecuencias.

De ellas resulta –en lo que aquí interesa- que, a efectos de juzgar la corrección de un pago, no es necesario indagar si quien lo pretende es titular del derecho involucrado, sino si se halla legitimado a cobrarlo.

Y ocurre que, como dije, mientras las obligaciones en cuestión se encuentren representadas en un documento registrado a nombre de CEDE & Co, esa legitimación sólo corresponde a ésta, so pena de colocar a la demandada en riesgo de pagar dos veces: una, al legitimado cartular (CEDE & Co); y otra, a los inversionistas particulares.

El decreto impugnado se encuentra enderezado, precisamente, a superar tal riesgo.

Permite a los obligacionistas "salir" de ese sistema global, a cuyo efecto no impone la división física de esa única lámina representativa de la emisión total, pero sí su división intelectual, habilitando a la Caja de Valores a otorgar certificados idóneos para acreditar participaciones que, al par que otorgan legitimación a los obligacionistas en forma individual, disminuyen en la misma medida y bloqueo mediante, la que, en el caso, corresponde a CEDE & Co.

No ignoro que el referido título global es permanente, esto es, llamado a representar la emisión durante toda la vigencia del contrato.

Y verdad es que, contraído el empréstito por la deudora con una pluralidad de acreedores que pasan a revestir en idéntica situación jurídica, hay derechos de éstos que sólo pueden ser gestionados en común, mediante la utilización de la estructura -v. gr. funcionamiento de las llamadas asambleas de obligacionistas- al efecto prevista en la ley.

También verdadero es que la celebración del contrato de fideicomiso importa, por lo general, restringir la órbita de facultades individuales, para dar paso a un sistema de representación y defensa común de los obligacionistas.

Pero nada de esto obsta a una realidad: configurada la mora de la deudora como sucede en el caso, nuestro sistema legal se encuentra claramente adscripto al principio según el cual el ejercicio de los derechos que corresponde a cada uno de éstos es separable de los demás.

Que ese es el principio, no hay dudas, desde que, de lo contrario, sería inconcebible el ejercicio de la acción ejecutiva que la ley concede a cada obligacionista a efectos de obtener el cobro de lo que le es debido (art. 29 L.O.N.).

Ese es, reitero, el sistema de nuestra ley, el que, basado en normas protectoras de los inversores inderogables por emisora –dada su trascendente función, vinculada a la necesidad de fortalecer el mercado de capitales y afianzar estas obligaciones como instrumentos del crédito-, sienta la implícita prohibición de impedir el ejercicio individual de los derechos que corresponden a los obligacionistas.

Así resulta de la autónoma facultad de ejecución que les concede el art. 29 de la ley, autonomía que no se desdibuja por la representación común que puedan tener en los términos del art. 13, dado que el representante allí previsto sólo tiene la defensa de los derechos e intereses que colectivamente correspondan a aquéllos.

Desde esa óptica –reitero: desde la óptica que impone un sistema basado en normas protectoras inderogables entre las que se encuentra la facultad de ejecución individual de los accionistas- era absolutamente indispensable que el Poder Ejecutivo reglamentara el modo de superar la referida imposibilidad de obrar en forma individual que antes del dictado del decreto cuestionado pesaba sobre los acreedores.

Por las consideraciones expuestas, he de rechazar la alegada inconstitucionalidad y tener por acreditada la legitimación de los actores.

IV. Igual suerte correrán las restantes defensas ensayadas.

En efecto: con prescindencia de que la convocatoria pública a la reestructuración de la deuda podría considerarse suficiente a los efectos que aquí interesan, lo cierto es que, no discutida la existencia de las referidas obligaciones ni la mora, forzoso es concluir que en autos los demandantes han aportado elementos suficientes –al menos en esta etapa- para demostrar la cesación de pagos en los términos del art. 86 inc. 1° de la L.C.Q.

No obsta a ello el depósito efectuado por la deudora, toda vez que, consistente tal depósito en la suma nominal en pesos, resulta manifiestamente insuficiente a estos efectos.

Ninguno de los argumentos de la emplazada justifican la procedencia de una solución diversa.

En efecto: en primer término, y tras destacar su carácter de empresa privatizada dedicada a la prestación de un servicio público, la requerida hizo hincapié en los efectos de la devaluación de la moneda argentina, que invocó para demostrar su imposibilidad de hacer frente a sus obligaciones en moneda extranjera en el marco actual, en el que las tarifas por ella percibidas se mantienen inalteradas.

No encuentro conducente la reseñada argumentación.

No obsta a ello que la referida explotación empresaria haya sido asignada a la emplazada en el marco de una licitación pública, toda vez que tal circunstancia sólo es apta para demostrar la existencia de dos relaciones jurídicas que no se mezclan.

Por un lado, la que vincula a la demandada con el Estado, que se rige no sólo normas del derecho privado sino también –en la medida pertinente- por las propias del derecho administrativo; y, por el otro, la relación que liga a aquélla con cada uno de los terceros con quienes contrata, relación –esta última- que se rige sólo por el derecho común, sin sufrir ninguna consecuencia ni restricción a causa de la primera.

Derívase de lo expuesto que no existe ninguna disposición que permita ligar la suerte de las deudas de la emplazada a la suerte de sus créditos, de modo que, al no haber sido pactado, ni existir disposición legal específica que disponga lo contrario, forzoso es concluir que rige aquí el principio según el cual la suerte de los derechos que integran un patrimonio es independiente de las obligaciones que pesan sobre su titular.

Así las cosas, resta que me expida acerca de la pretensión de la demandada vinculada con la llamada "pesificación".

A mi juicio, es claro que, en la especie, dicha pesificación es inaplicable.

Ello, en razón de lo dispuesto por el dec. 410/2002, decreto que excluyó del ámbito de aplicación de la denominada "pesificación" a las obligaciones expresadas en "… moneda extranjera para cuyo cumplimiento resulte aplicable la ley extranjera…" (v. art. 1 inc. e), lo que sucede en la especie.

No ignoro que se pactó también la aplicación de la ley 23.576, que regula las obligaciones negociables en nuestro país.

Pero de ello sólo se deriva que las partes eligieron acumulativamente ambas leyes, temperamento autorizado por la legislación argentina que permite la elección de una ley distinta de la nacional para regir determinados aspectos de un contrato, siempre que la ley extranjera no afecte principios de derecho público o en los casos del art. 14 del Código Civil, supuestos que deben descartarse en la especie.

Ahora bien: la posibilidad de aplicar ambas leyes, no importa que ellas –eventualmente contradictorias entre sí- rijan acumulativamente las mismas cuestiones.

De las previsiones citadas resulta claro que, mientras la Ley de Obligaciones Negociables Argentina rige todo lo atinente a los recaudos que los instrumentos deben reunir para ser considerados obligaciones negociables, la ley extranjera regula los demás aspectos.

Entre éstos, lo atinente a la moneda de pago.

Esta conclusión se impone porque, al no haber sido designado ningún lugar específico para el cumplimiento del contrato (arts. 1209 y 1210 del Código Civil), corresponde adoptar el temperamento que más se adecue a la naturaleza de la obligación (art. 1212 del mismo Código), temperamento que, en el caso, conduce a aplicar la ley extranjera.

Que no fue previsto ningún lugar determinado para dicho cumplimiento es claro.

Así se infiere no sólo de la falta de mención, sino, además, de la circunstancia de que hayan sido designados como agentes de pago bancos extranjeros con sedes en diversos sitios del mundo.

Y que, sentado ello, la naturaleza de las obligaciones emitidas reclame la aplicación de la ley extranjera, es afirmación cuyo acierto encuentro obvia.

Basta atender, a efectos de fundarla, a un dato esencial de los títulos de que aquí se trata: su negociabilidad internacional, que los dota de la posibilidad de cotizar en distintas plazas financieras del mundo (cfr. ley 23.576 y dec. 677/2001).

La presencia de ese elemento extranjero –que ha justificado que, a diferencia de lo que sucede con las acciones, nuestro legislador haya reconocido la posibilidad de que estas obligaciones sean emitidas en moneda extranjera (ley 23.576:4)- conduce a la conclusión adelantada: esto es, a la necesidad de atenerse a una moneda que, como el dólar, tiene por función típica la de ser medio universal de cambio y de pago.

En tal marco, admitiré la demanda en la moneda especificada.

No obsta a esta conclusión el restante planteo de la accionada, referente a la inconstitucionalidad del decreto 410/2002.

Que la demandada cancele la obligación en la moneda de origen, no parece afectar su derecho de propiedad, toda vez que ello es resultado, como dije, de la necesidad de aplicar la ley extranjera, a la que él mismo de acogió –Código Civil: art. 1197-.

Ni afecta tampoco la garantía de igualdad prevista en el art. 16 de la Constitución Nacional, dado que esta norma no impone unidad de tratamiento legislativo, ni exige la adopción de temperamentos que guarden entre sí una simetría abstracta, ni una perfección matemática impracticable, sino que admite la posibilidad de someter las distintas situaciones a diverso trato, siempre que concurran objetivas razones de diferenciación que no merezcan tachas de irrazonabilidad, ni establezcan discriminaciones arbitrarias (Fallos 310:943; 311: 1870; 312:851, entre muchos otros).

Es claro que esto último no ocurre en la especie.

La accionada se sometió voluntariamente a las reglas del mercado internacional de capitales, siendo obvio que el recurso a la fuente de financiamiento elegido, al par que le reportó beneficios, también le impuso la obligación de mayor prudencia (arg. art. 902 del Código Civil).

En mérito de lo expuesto, resuelvo: Rechazar las defensas articuladas y, en consecuencia, intimar por esta única vez a la demandada para que en el término de cinco días acredite –por la vía que estime corresponder- la solvencia que predica para sí, bajo apercibimiento de quiebra.- J. Villanueva.

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