martes, 14 de diciembre de 2010

Neuspiel, Golda s. sucesión ab instestato

CNCiv., sala I, 30/03/95, Neuspiel, Golda s. sucesión ab instestato.

Documentos públicos extranjeros. Autenticidad. Apostille. Convención de La Haya de 1961. Ámbito temporal activo y pasivo. Reglamento Consular: 229. Admisibilidad de documentos legalizados por cualquiera de los sistemas. Traducción realizada en el extranjero. Inadmisibilidad. CPCCN: 123. Ley 20.305: 6. Reglamento de la justicia civil: 96. Traductor público nacional.

Publicado por Julio Córdoba en DIPr Argentina el 14/12/10, en ED 162, 590 y en Revista del Notariado 841, abril-mayo-junio 1995, 382-387.

2º instancia.- Buenos Aires, 30 de marzo de 1995.-

Y vistos: para resolver respecto del recurso de revocación con apelación en subsidio de f. 60.

Considerando: la resolución de f. 59, de conformidad con el requerimiento de la señora fiscal obrante en la misma foja ordenó que los instrumentos extranjeros obrantes a fs. 16, 20, 24 y 28 fuesen legalizados ante el Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto y traducidos esos y los demás presentados en autos por traductor público nacional matriculado según lo dispuesto por el art. 6º de la ley 20.305.

A raíz del pedido de reposición, la fiscal solicitó a fs. 61/2 su rechazo.

En la resolución de fs. 63/5, el a quo procedió a un nuevo examen de los documentos extranjeros presentados y, en su consecuencia, destacó que los únicos presentados en debida forma fueron los de fs. 1/3, partida de defunción de Golda Neuspiel, 4/6, poder otorgado por Ernst Neuspiel a Susana R. Glasserman y fs. 7/12, fotocopias certificadas del pasaporte, otros documentos de Gilda (Golda) Kaftan de Neuspiel, mientras que los de fs. 13/6, partida de matrimonio; 17/20, partida de nacimiento; 21/4, cambio de nombre y 25/8, partida de nacimiento, si bien poseen legislación [rectius: legalización] consular, carecen de la certificación de la autenticidad exigida por el decreto del 24 de julio de 1918 y el Reglamento Consular (art. 229), por lo que mantuvo el decisorio recurrido, concediendo la apelación.

En cuanto a la traducción, mantuvo igualmente lo resuelto, con invocación de lo dispuesto en la ley 20.305 y el art. 96 del reglamento del fuero.

Adicionalmente, la resolución de fs. 63/5, advirtiendo que el poder de fs. 51/4 adolece de idénticas deficiencias, por carecer de legalización y traducción, declaró nula la providencia de f. 55vta., primer párrafo, ordenando acreditar la personería invocada en debida forma.

Nuestro fiscal solicitó a fs. 76/7 la confirmación de lo resuelto en primera instancia.

Este tribunal abordará en primer término las cuestiones relacionadas con la autenticidad de los documentos extranjeros cuestionados para luego referirse a la traducción de todos los acompañados.

La necesidad de asegurar la autenticidad de los documentos provenientes de extraña jurisdicción impuso la exigencia de las legalizaciones o autenticaciones (sobre la cuestión véase Goldschmidt, “Derecho Internacional Privado”, 5ª ed., Depalma, 1985, pág. 456 y Orchansky, “Manual de Derecho Internacional Privado”, 2ª ed., Plus Ultra, págs. 550/1). Empero, tal procedimiento, calificado con razón como complejo, lento y costoso (Uzal, “La legalización de documentos públicos extranjeros, Su supresión por la Convención de La Haya del 5 de octubre de 1961", ED, 129-697 y ss.), un importante obstáculo a la fluidez del tráfico externo (Elisa Pérez Vera, “Derecho Internacional Privado – Parte Especial”, Tecnos, Madrid, 1980, pág. 306), al que “entorpece enormemente” (Lecciones de Derecho Civil Internacional Español” dirigida por Mariano Aguilar Navarro, Universidad Complutense de Madrid, 1983, 2ª ed. revisada, pág. 367), está siendo paulatinamente reemplazado por las ratificaciones que se suceden a la Convención de La Haya sobre la materia. Empero, es evidente que coexisten en el mencionado tráfico jurídico externo documentos que cuentan con la “apostille” reglada por la mencionada convención y otros carentes de ella, presentándose unos y otros ante los tribunales, que han de resolver sobre su pretendida autenticidad.

La apelante ha argüido que la exigencia de legalización vulnera la convención, y por tanto, el art. 31 de la Constitución Nacional. Ello no es así, pues resultará necesario clarificar en qué casos, pese a la vigencia de la convención, tal legalización podrá ser admitida o, en su caso, exigida.

Se ha dicho, y la opinión ha sido recogida en el dictamen del señor fiscal de cámara de f. 76, que la convención carece de efectos retroactivos, por lo que, encontrándose vigente para la República Argentina a partir del 18 de febrero de 1988, alcanza a todos los instrumentos suscriptos por los países signatarios con “apostilles” insertas con posterioridad a esa fecha (conf. Uzal, ob. cit., pág. 704, con mención del dictamen 67 DGCOL de la Consejería Legal del Ministerio de RREE y Culto). Empero, el argumento empleado en este último para concluir que sólo las apostillas emitidas por las partes a partir del 18/02/88 podrán ser válidamente aceptadas, que se funda en lo dispuesto en el art. 12, segundo y tercer párrafo de la convención, según las cuales la misma tendrá efecto sólo entre el Estado que ha adherido a ella y aquellos Estados Partes que no hayan formulado objeción a tal adhesión durante un periodo de seis meses a contar desde que se produjo, a juicio de este tribunal no resulta decisivo para resolver el punto. En efecto, cabe distinguir entre el comienzo de la vigencia de la norma (ámbito temporal activo) y el ámbito temporal pasivo, que alude a cuantos casos han de considerarse comprendidos o abarcados por aquélla luego de su entrada en vigencia. Los convenios y tratados internacionales suelen dejar en claro el primero, mas no siempre abordan el segundo. Por ejemplo, los Tratados de Montevideo de 1889 y 1939/40 se refieren al primero, v. gr., arts. 68 y sigtes. del Tratado de Derecho Civil Internacional de 1889 y 65 y siguientes del Tratado similar de 1940. En cuanto a las Convenciones de La Haya, hasta la octava sesión tampoco suelen resolver el segundo problema. Así, por ejemplo, las Convenciones sobre Tutela, Divorcio, Efectos del Matrimonio, no precisan si habrán de aplicarse a las cuestiones que se susciten después de la vigencia de la convención. Sí lo hacen las convenciones sobre la competencia de las autoridades y la ley aplicable en materia de protección de menores; sobre los conflictos de leyes en materia de forma de las disposiciones testamentarias; sobre la ley aplicable a los regímenes matrimoniales y para regular los conflictos de leyes en materia de matrimonio (conf. Ramón Viñas Faré, “Unificación del Derecho Internacional Privado”, Bosch, Barcelona, 1978, pág. 68 y ss.). Por cierto que el problema no es idéntico según se trate de reglas de conflicto o de normas materiales, pues sólo en relación con las primeras se plantean las peculiares cuestiones que han dado lugar a numerosas teorías propias de la disciplina iusprivatista internacional (por todos, ver Goldschmidt, ob. cit., págs. 61 a 66 y “Sistema formal de derecho de colisión en el espacio y en el tiempo” en “Estudios iusprivatistas internacionales”, U.N. de Rosario, 1969, pág. 283 y ss. y Paul Lagarde “Le droit transitoire de règles de conflit après les réformes récentes du droit de la famille” en “Travaux du Comité Français de Droit International Privé”, edición del Centre National de la Recherche Scientifique, Paris, 1980). Sí hay disposiciones específicas en la “Convención sobre el reconocimiento y la ejecución de sentencias extranjeras en materia civil y comercial”, concluida el 1º de febrero de 1971, cuyo art. 22, que integra el Cap. V (Acuerdo complementario), determina que la convención “no se aplica a las decisiones dictadas antes de la entrada en vigor del acuerdo complementario previsto en el art. 21, salvo si este acuerdo dispone otra cosa”. De manera similar, el art. 12 de la “Convención concerniente al reconocimiento y ejecución de decisiones en materia de obligaciones alimenticias respecto de los hijos”, concluida el 15 de abril de 1958, establece que “no se aplica a las decisiones dictadas antes de su entrada en vigor”. Sobre el sentido de esta expresión, ver la jurisprudencia europea contradictoria que cita Viñas Faré (ob. cit., págs. 73/4). Por el contrario, en su reemplazante, la convención similar concluida el 2 de octubre de 1973, ésta es aplicable cualquiera que sea la fecha en la que la decisión haya sido dictada, pero cuando haya sido dictada antes de la entrada en vigor de las relaciones entre el Estado de origen y el Estado requerido, no será declarada ejecutoria en este último Estado más que para los pagos a realizar después de la entrada en vigor (art. 24).

A falta de disposición expresa que impida la aplicación de la Convención a los documentos apostillados con anterioridad a su vigencia para el Estado receptor de documentos, cabe acudir a una solución del problema transitorio que mejor se compadezca con la finalidad de la convención. Desde ya que no será razonable exigir que un documento debidamente legalizado y autenticado según el sistema anterior (para la República Argentina, el que resulta del decreto del 24 de julio de 1918), sea presentado con apostilla, por la sola razón de que su presentación en nuestro país ante una autoridad sea posterior a esa vigencia. Tal sería una retroactividad inaceptable que, justamente, la convención no impone. En cambio, ¿qué hacer con documentos expedidos y debidamente apostillados antes de su entrada en vigencia para nuestro país?

Parece inadecuado, pese a que la apostilla, como tal, considerada suficiente garantía de autenticidad para la convención (arts. 3 y 5), exigir que tales documentos sean legalizados y autenticados según el sistema anterior. Esto así, teniendo en cuenta lo que antes se señalara respecto de los inconvenientes que acarrea el trámite de que se trata, y a que la convención tiene por finalidad reconocida “aliviar las engorrosas tramitaciones que debían efectuarse para dar validez (rectius: autenticidad) a un documento extranjero” (sala B de esta Cámara, interlocutoria del 6 de abril de 1989, [Mauri, Celso s. sucesión], LL 1989-E-392), finalidad que Aguilar Navarro califica como “liberadora y simplificadora” que es necesario no desnaturalizar en su aplicación (ob. cit., págs. 371 y 373/4), ya que ella ha procurado “conciliar imperativos diversos como el garantizar al que se quiera servir el documento los efectos buscados en cuanto a su valor, el no recaer en la complejidad de que se trata de evitar y no hacer más costoso el control de la sinceridad de su origen” (autor cit., ob. cit., pág. 369, con invocación del Rapport que acompañó al proyecto, redactado por Yvon Loussouarn; en igual sentido, Uzal, ob. cit., pág. 698).

Se crearían, además, no pocas dificultades a quien, portador de un documento proveniente de un estado parte de la convención se le exigiese, con posterioridad a su vigencia, el cumplimiento de los trámites previos necesarios ante la autoridad extranjera para su legalización (autenticación) por la autoridad consular argentina (con la posterior intervención del Ministerio de RREE y Culto), en vez de su apostillado, particularmente teniendo en cuenta la categórica disposición del art. 9 de la convención, según el cual “Cada Estado tomará las medidas necesarias para evitar que los funcionarios diplomáticos o consulares procedan a legalizar los documentos en los casos en que la presente convención los exime de esa formalidad”.

En rigor, lo que se postula no es una aplicación retroactiva, puesto que lo que la convención regla es el juzgamiento de la autenticidad, cosa que se lleva a cabo no cuando se expide el documento, ni cuando se lo apostilla, sino cuando el juez o autoridad del Estado receptor del documento ha de pronunciarse sobre el presentado.

En conclusión, para los documentos provenientes de países ratificantes de la convención, presentados con posterioridad a su vigencia para la República Argentina, cabe admitir, tanto aquellos que acrediten su autenticidad mediante la “apostille” reglada por aquélla, cualquiera fuere la fecha de su colocación en el instrumento, como los que estén acompañados de la legalización reglada en el decreto del 24 de julio de 1918. Como los cuestionados por el auto apelado carecen de uno u otro modo de demostrar su autenticidad, lo resuelto ha de mantenerse, con el alcance de que los documentos del caso podrán ser presentados en cualquiera de esas formas. Claro está que como a los que han sido observados por el juzgado sólo les falta la intervención del Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto, pues cuentan con la de la autoridad consular argentina en Israel, a la parte le resultará más sencillo obtener la autenticación del ministerio indicado antes que la apostilla.

En lo que atañe a la traducción, no resulta aceptable el argumento de la apelante relativo al costo que implica una doble traducción, ante la categórica exigencia que sobre documentos presentados en idioma extranjero contienen el art. 6º de la ley 20.305, el art. 123 del código procesal y el art. 96 del reglamento para la justicia nacional en lo civil.

La exigencia se relaciona con la responsabilidad del traductor, pues la traducción se asemeja a una pericia (cfr. Alicia Perugini de Paz y Geuse, “La validez y circulabilidad del poder de representación notarial”, Depalma, Buenos Aires, 1988, págs. 107/8; Goldschmidt, ob. cit., págs. 457/8). No es este el caso salvo la certificación de f. 7, relativa a copias de documento de identidad y pasaporte en el que el instrumento extranjero ha sido otorgado en idioma castellano o en castellano y otro idioma por la propia autoridad o notario actuante en el extranjero, supuesto en el que este tribunal no consideró aplicable la exigencia (sentencia interlocutoria del 9 de marzo de 1990 en autos “Frederick Parker Limited c. Villa, o Villa y Egea” publicada en Noodt Taquela “Derecho internacional privado”, págs. 104/111), oportunidad en la que destacamos que no cabía considerarla una traducción, así como que la cuestión relativa a la presunción de legalidad de los instrumentos públicos extranjeros sobre el cumplimiento de la ley local cabía extenderla a la posibilidad de la autoridad extranjera de otorgar el instrumento en otro idioma que el propio, o en ambos. Por ello, también en este aspecto la decisión apelada ha de ser confirmada, ya que las traducciones acompañadas, efectuadas por notario israelí, no son el documento original otorgado en castellano. Por el contrario, las partidas pertinentes están sólo en hebreo.

Pretender el mérito de la declaratoria de herederos que se habría dictado en Israel es hacer de la cuestión supuesto, ya que se trata de uno de los documentos cuestionados por falta de traducción. Por lo demás, ha de advertirse que no se ha postulado el reconocimiento de esa sentencia extranjera, en cuyo caso habría de cumplirse con el procedimiento correspondiente (art. 517 y ss., aplicables también al reconocimiento), como tampoco, al menos hasta ahora, invocado expresamente su posible valor como documento a los efectos de acreditar los vínculos de que se trata.

Ciertas consideraciones adicionales han de hacerse en relación al instrumento (poder) de fs. 67/71, cuyos originales se desglosaron de fs. 50 bis/64, respecto del cual el primer proveyente señaló a fs. 64 vta./65 que adolece de las apuntadas deficiencias pues no se encuentra debidamente legalizado ni traducido. Añadió que prima facie no surge que el actuario interviniente hubiese certificado la firma de uno de los intervinientes en el acto como poderdantes. Ha de advertirse que las actuaciones de fs. 53 y 54 no son el otorgamiento del poder, sino la presentación de un notario del Estado de Florida (EUA) para su traducción, por uno de los poderdantes del instrumento de fs. 50 bis/51, otorgado con intervención del Cónsul de Israel en Miami.

Por lo expuesto, el tribunal resuelve: confirmar, con los alcances señalados, la resolución apelada y la que la mantiene. Regístrese, notifíquese y devuélvase.- J. M. Ojea Quintana. D. M. Borda. E. L. Fermé.

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